Sus manos eran mágicas. De aquel viejo fogón, salieron las mejores tortillas que he comido en la vida. La abuela era la mejor para palmearlas.

Franklin Castro Ramírez

franklindecostarica@gmail.com

El reloj se acercaba a las seis aquella fría mañana, en que el termómetro promediaba los 19 grados centígrados. Se iba octubre y afuera el constante hablar de las aves, me recordaba lo agradable y maravillosa que es la vida en el campo. Un nuevo sorbo de café caliente descendía por mi garganta, mientras las últimas gotas de lluvia se estrellaban en el techo.

Un aroma a desayuno de antaño percibí en aquellos momentos. Era como si llegara de otros tiempos, es como si el mismo viniera de aquellos no tan lejanos años en que de niño, mi madre Anatalia habitaba esta casa o cuando mi abuela Romelia, hacía aquellas grandes tortillas que jamás he vuelto y que es poquísimo probable que las vuelva a ver. Nunca como ellas las hacía.

Difícilmente se repetirá aquella estampa, en donde esa señora –mi abuela- de años gastados palmeaba tortillas en aquel moledero (repisa o tabla que se pegaba a la pared en la cocina) de madera sin pintar, que por la fuerza casi musical con que movía sus manos hacía cimbrar la vieja casa de madera que lamentablemente ya no existe. Era lindo escuchar aquel sonido, peculiar llamado a desayunar de la abuela “Mela”.

Ya el sol reclamaba su espacio y sus rayos remarcaban el verdor de los árboles. La vida sigue, mas el pasado se ha ido, pero de vez en cuando como aquel octubre del 2004, desanda a cuenta gotas su camino, como queriéndome recordar de donde vengo. Sabré entonces que los abuelos hoy ausentes no lo están del todo, pues habitan en mi y en sus descendientes, aunque a veces muchos no quieran aceptarlo.

Hoy sé que soy un pedacito de mis antepasados y me siento orgulloso de ello. Algún día otros serán un trocito de los que estamos acá. Solo si nos interesa que los vienen tras nuestro sean buenas personas y que nos recuerden con gratitud, entonces nos preocuparemos por sembrar la semilla correcta. Pues solo así, nuestra misión tendrá sentido. ¡Vale vivir!.

*Redactada hace varios años, cuando viví solo en San Rafael de Paquera.

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